El sentimiento de culpa
le provocó la muerte, una matanza sin precedentes en su avanzada vida. Años
siendo su única compañía, su verdad, su silencio y su algarabía. Y por última
vez erró. Lo sabía. Fue él. ¿Quién sino? No había más responsables. Aunque eso
ya era lo de menos. No hubo tiempo para despedidas. No por gusto. Su corazón
cesó. La nebulosa mental se aclaró al sentir claridad. La luz le transmitía
paz. Calma. Estaba mejor que nunca. Sin dolores. Flotaba. Los oía. Eran ellos. Los
veía.
Reconoció ese pelaje grisáceo amarillento a lo lejos. Único y cuidado al
detalle. «Es por la alimentación», decía siempre el veterinario. O por lo que
fuera. Que más daba. ¿Acaso importaba? Era su familia. Y la familia es lo más
importante. Lo primero, pero no supo cuidarla. Al menos como a él le hubiera
gustado. Ya estaban juntos. —¡Sí!— dijo al verlos. Después de varios días
pensándolo. Todos reunidos de nuevo. —Nunca más volveréis a estar enjaulados hijos
míos y os prometo que jamás en la poyata de un décimo piso—.
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